CAPITULO I

En el sueño sabía que estaba soñando. Se lo decía el instinto, los sentidos, cierta sensación de ligereza. Y, sin embargo, no sabía cómo despertar, qué hacer para dejar de mirar. Era como una niebla que ascendía desde el mar hacia la colina, como si la carretera se prolongara en un camino de nubes; una neblina que a veces tapaba incluso la luna, apaciguando su brillo en el cielo. Sentía el viento, ese viento que golpeaba su rostro, oía el rugido familiar como un ronroneo. En el sueño, parecía salirse de sí misma, alejándose mientras se elevaba contemplando el recodo próximo cerca de la colina, los árboles en el fondo, la luz de la luna esforzándose por atravesar la niebla, como ese faro que rompía las tinieblas en su avance incontenible por la carretera…

Ahora lo veía más claro. Era ella, aunque no se pareciese tanto a lo que recordaba de sí misma, es decir, al cabello rubio hasta los hombros, los ojos cerrándose hacia los extremos, pómulos marcados y altos, los labios breves, siempre pintados de rosa suave. No, lo que ella veía era otra mujer, una mujer de piel de bronce, algo más baja y de cejas definidas, el rizado cabello negro azabache al aire. Veía la moto. Era una moto que ella jamás recordaba haber visto con sus propios ojos, distinta a la que tenía en el garaje, pero que sí conocía de viejos catálogos. Tal vez fuera un recuerdo perdido de alguna exhibición a la que fue de niña, no lo sabía. La mujer que contemplaba en el sueño estaba montada en una Indian Chief granate, con los guardabarros de faldones largos y pretenciosos, un rostro indio en las luces de posición, flecos en el cuero del asiento. Como si su vista fuese la cámara que rodeaba la escena y miraba desde atrás, veía entonces, bordada en el cuero de la chaqueta, la calavera con los pistones cruzados.

Ese era el sueño recurrente. Lo que (a pesar de su esfuerzo) no podía ver, la aterraba. De alguna forma, sabía que la mujer en la moto se perdería en la niebla y que algo estaba por suceder. Pero nunca despertaba a tiempo para verlo.

Christie despertó agitada en la mitad de la noche. Todavía le era extraño mirar a su lado en la cama y no hallar a Tony, una costumbre arraigada que se fue espaciando en el tiempo, cuando él empezó a ser esquivo y distante, viajando por trabajo con mayor frecuencia cada vez. No vivían juntos, pero una de cada tres noches él solía dormir en su departamento. Durante un año y medio ella creyó que había conseguido por fin eso que llamaban estabilidad y que a veces no es más que la ilusión de un sólido edificio que finalmente no resiste el menor viento. Por fin, el día que ella lo llamó a su casa a medianoche y contestó una mujer, aceptó que, a su pesar, se había equivocado. No era la primera vez, claro, y quién sabe si sería la última.

Trató de espantar las imágenes del sueño, pero era inútil. Eso sucede cuando uno tiene un sueño recurrente. Los detalles se van fijando un poco más cada vez, como cuando vemos una película de nuevo y percibimos detalles nuevos en esa repetición, y finalmente, de tanto verla, casi podemos reproducir los diálogos, anticipar las escenas. ¿Hace cuántos años que veía lo mismo? A veces pasaban meses antes de volver a soñar a la mujer en la motocicleta, pero en los malos tiempos podía soñar incluso más de una vez por semana con esa carretera, la niebla que se iba cerrando, el misterio de la desaparición antes de llegar al recodo de la colina, el miedo por lo que estaba por suceder, la sensación violenta de calor en las manos al despertar.

Se levantó, sintiendo el sudor en la piel, la delgada camiseta larga que se adhería a sus pechos. Fue a la cocina, desistió de tomar un whisky y tomó un vaso de agua. Se acercó a la ventana que daba hacia la calle. Su departamento estaba en el tercer piso de un edificio en North Paulina St., en el lado este de Chicago, una calle de un solo sentido, que durante el otoño se poblaba de las hojas de sicomoros y sauces que decoraban los lados de las aceras, brindándole sombra a las hileras de autos que solían estacionarse allí. A esa hora de la noche, la calle estaba quieta y silenciosa, tal vez demasiado silenciosa. Algunas veces, Christie, presa de un impulso que la hacía salirse de sí misma, bajaba al estacionamiento del edificio, montaba en su Harley-Davidson Iron 883 y, a mitad de la noche, rompiendo el silencio casi como una profanación, salía a recorrer las calles. Alcanzaba después la carretera, alejándose siempre al suroeste de la ciudad, tomando la 66, quizá atraída por la misma ruta que de niña tomaba su padre cuando visitaban a los abuelos. Era como una llamada de la tribu, un ánimo especial en la sangre.

Miró la hora en el reloj y fue hacia el armario. Pronto vestía el pantalón de cuero oscuro con las listas cafés al costado, la chaqueta que cerraba hasta el cuello y unas zapatillas. Bajó por el ascensor hacia el estacionamiento del edificio con el casco en la mano; unos segundos después, salía montada en la Harley.

No recordaba mucho de sus abuelos. Era curioso que con el tiempo las imágenes también se volvieran difusas, a pesar de las fotos que adornaban su estudio en el departamento. Era como si necesitara reafirmar el recuerdo a partir de las fotos, porque lo que tenía en la memoria —la casa en Edgewood Avenue, en los suburbios de Cook, el garaje desvencijado que crujía cuando lo pisaba, la afición del abuelo por el modelado de barcos que dejaba a medio hacer, la vieja camioneta Dodge D100 que tenía en el cobertizo que hacía de garaje, ese olor de álamos que venía desde la senda de Willow Springs, el vapor de una tetera siempre lista cuando llegaban de visita, la sensación de arraigo, de raíces que alcanzaban su propia sensación de pertenecer a un mundo más antiguo que ella—, sí, lo que recordaba, parecía ir difuminándose en el tiempo, alejándose cada vez más de lo que en realidad fue.

Tal vez pensaba en eso mientras aceleraba en la 66, tomando la salida de la calle 64, después de Brainard Avenue, hasta la calle arbolada y silenciosa donde hace más de veinte años vivieron sus abuelos. ¿Qué le quedaba allí? Realmente, muy poco: el eco de los fantasmas, la sutil droga de la nostalgia. Luego del accidente de sus abuelos, su padre vendió la casa, seguro de que los recuerdos le pesarían más de lo que pudieran aliviarlo.

Todo eso, sin embargo, lo mitigaba la poderosa sensación del viento golpeándola sobre la Harley, la rabiosa libertad de ir por la ruta libremente, la necesidad de alejarse, de huir, sin saber siquiera de qué estaba escapando, como si no fuera ella misma. Otros días la vencía cierto desánimo, se metía en la propia cárcel de su consciencia y prefería destapar una cerveza, acabarse el fondo de tequila que sobraba en alguna botella, rebuscar en su bar, acomodado como un escondite bajo un estante lleno de adornos de porcelana…

Alguna vez, jugando, Tony le preguntó si prefería la moto a él. Ella se rio, le dio un beso, le dijo que no fuese tonto. Pero más tarde, en el silencio nocturno de la habitación, mientras él dormía desnudo a su lado, se hizo ella la misma pregunta. No era, por supuesto, algo tan trivial como abandonar una motocicleta o no. ¿Sería capaz de establecer una relación sedentaria y formal, esquivar ese tedio que rápidamente aparecía cada vez que dejaba de ser solo ella y se convertía en esa idea siempre abstracta que es una pareja?

Su primer novio, Víctor, era un muchacho de ascendencia panameña, despreciado por el padre de Christie. Era algunos años mayor y alguien le había contado que tenía amigos peligrosos. Estudiaba en la preparatoria con ella. Recordó la tibia emoción del primer contacto, las cálidas manos del muchacho que se aventuraban más allá de lo que ella creía que se podía permitir, pero sin detenerlo. Una leve nostalgia la hacía pensar en aquella primera vez, en el ático de su casa, cuando se quedó sola con él. La enterneció cierta torpeza inesperada en él, la fugacidad abrupta, la ausencia de otra emoción que no fuera la curiosidad.

No tardó en aburrirse del ritual repetido y tal vez insatisfactorio. Fue imponiendo la distancia que Víctor se rehusó a aceptar y en algún momento, agotada, le pidió que no la buscase más. Él insistió y por cansancio o torpeza ella cedió alguna vez. Pero no fue hasta cierta tarde en que, iracunda, ella lo echó de su casa. Víctor había ido cuando su padre no estaba, entró a la casa, empeñado en continuar a su lado. Ella le pidió irse, empujándolo, y Víctor la sujetó, por lo que se fueron ambos al piso. Descubrió algo que no había visto jamás en sus ojos. Su mano logró meterse bajo su falda, tocarla sin que ella lo quisiera. Gritó y Víctor tapó su boca. La aterraba esa necesidad urgente de tenerla, que parecía bloquear todo lo demás en él. Cuando por fin la desvistió parcialmente, la asqueó la ignominia de sentir la presencia impuesta de él dentro de ella. Tal vez fueran unos segundos los que lo tuvo encima, hasta que, enfurecida, alcanzó a tomar un cenicero de pesada cerámica de la mesa de centro y estrellarlo en su cabeza. Él rodó hacia un lado, gritando. Luego ella corrió hasta el armario y tomó un palo de golf de su padre. Víctor la llamó loca, amenazándola, mientras la ceja le sangraba, y trató de luchar con ella. Christie asestó un golpe sobre el brazo que él levantaba para defenderse y oyó el crujido en el hueso. Víctor chilló, insultándola. Pateó una silla y se fue, dando un portazo.

Christie lloró, sentada en el piso de su casa. No le dijo nada a su padre y la rabia y el terror la invadieron largas semanas. Él, tal vez por temor a que ella lo denunciara, salió de la ciudad; no volvió a verlo. En algún momento, el hastío volvió a imponerse sobre las otras sensaciones, hasta que se convirtió en un desgano y una permanente huida. Pero no recordaba que fuera en ese tiempo en que empezara a beber. Luego vendrían otros, por supuesto: un muchacho que solía coincidir con ella en la biblioteca, el hermano skater de una de sus compañeras de universidad, el amigo de la oficina, que sentía una genuina devoción por Christie, tanto como para arriesgarse a intentar algo parecido a una relación, fracasando con estrépito; algunos amantes ocasionales en fiestas, en algún bar…

¿Cuándo había empezado, de dónde venía exactamente ese cansancio crónico, la insatisfacción que nada parecía borrar? Se negaba a creer que tuviera que ver con el abandono de su madre. Su padre solo se lo dijo cuando ella era adolescente, pero siempre lo intuyó. Cuando era pequeña (cuatro años, tal vez tres), no era inusual el olor del alcohol en los besos de su madre, sus encierros solitarios en la habitación en la que luego Christie hallaba botellas vacías, la seca reprimenda de su padre. No pudo evitar, poco antes de unas navidades, escuchar las discusiones, los reclamos de su padre, la respuesta irónica de su madre, la bofetada, el llanto.

Su madre se había ido, finalmente, con otro hombre. Podía, con esfuerzo, entender la ruptura con su padre. Quizá era algo que tenían en la sangre las mujeres de la familia. Pero ¿ella? No había vuelto a saber de su madre. Su padre inventó una excusa tonta, un viaje de trabajo, un larguísimo viaje que cada vez era más difícil justificar.

«Si sigo por esta ruta, tarde o temprano llegaría hasta el Pacífico» pensó. «Sí que sería un buen viaje. Del lago Michigan hasta Los Ángeles. Pero una vez allá, no sabría qué hacer, excepto regresar».

Una hora después de salir en plena noche de su departamento en North Paulina St., emprendió la vuelta. No era inusual que vagara en su Harley, como quien sale a navegar sin otro placer que sentir el vaivén de las aguas, excepto que estas aguas eran la velocidad y el intenso instinto de liberarse de la carga invisible de los días apagados y repetidos, las noches de soledad turbia, la ciudad asfixiante. Si hubiera tenido que resumir lo que ella creía buscar, ella diría que quería ser libre. Un peso en los hombros, invisible y constante, la agobiaba desde su niñez y nada de lo que hacía parecía ser suficiente.

No sabía que, pronto, un encuentro azaroso en la ciudad podía significar la oportunidad de equilibrar esa inconstante balanza que hasta ese momento parecía ser su vida.